El Indiana Jones de la fe que se topó con la muerte en México

Capoteó el genocidio del dictador Idi Amin en los años 70, pero su cita con el martirio lo alcanzó en Chilapa, donde fue asesinado por 'Los Rojos.

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El misionero comboniano Fernando Cortés, pupilo de Ssenyondo en Morelos. (Milenio)
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Víctor Hugo Michel/Milenio
CHILAPA, Guerrero.- En África o México, al cura ugandés John Ssenyondo parecía que le esperaba una cita con una bala y el martirio. Al final, se encontró con ambas en la sierra de Guerrero, en donde vino a morir como lo habría hecho en Uganda: sin hincarse ante las armas de matones.

Hasta que pudo, Ssenyondo capoteó a la muerte. Primero en Uganda y luego al sur de México. Allá no solo sobrevivió al terror del genocidio que descendió sobre su país en el siglo pasado. Lo enfrentó activamente.

En la década de los 70, cuentan quienes lo conocieron, retó al régimen del dictador Idi Amin, una decisión en sumo peligrosa.

No huyó ni se ocultó mientras sus sicarios nubianos martirizaban a 400 mil personas, incluidos miles de sacerdotes, monjas y hasta un arzobispo.

Luego superó el regreso al poder de Milton Obote y sus purgas. En el ínter, su ciudad natal, Masaka, fue bombardeada y destruida. Es una vida notable que, como corolario, pasó por los levantamientos de Joseph Kony y sus niños soldados que cortan piernas y brazos en el nombre del señor.

Contra todo pronóstico y hasta probabilidad estadística, a este cura católico no lo mató lo peor de África, sino lo peor de México.

Lo asesinaron sicarios de Los Rojos por haber tenido la osadía de rebelarse e instar a otros a no rendirse en el municipio de Chilapa, de acuerdo con varios testimonios recogidos por este diario entre personas vinculadas al caso. (Identifican a sacerdote africano en fosa).

"John era una persona muy valiosa. Vino aquí a México con mucho cariño, con mucho amor a estas tierras y encontró la muerte, una muerte injusta, una muerte bárbara. No se merecía eso", dice Víctor Manuel Aguilar, vicario de la diócesis de Chilpancingo-Chilapa.

Durante meses encabezó la búsqueda de Ssenyondo, desaparecido desde abril pasado, cuando fue levantado por un comando en la comunidad de Santa Cruz. Al saberse del secuestro, feligreses de varios municipios se sumaron a las tareas de búsqueda.

Cuadrillas enteras de ciudadanos se presentaron como voluntarios para peinar los cerros. Todo, pese a las amenazas de que quien diera datos sería desaparecido.

“Si el gobierno no los protege, tienen derecho a defenderse”, dijo el sacerdorte ugandés a los feligreses en un sermón

"Decían que aquel que ayudara a buscarlo iba a desaparecer también", confía Adrián S, un poblador de Chilapa que participó en las búsquedas.

En una región profundamente católica, el rapto de Ssenyondo no pasó desapercibido. De muchas parroquias llegaban informes: una fosa aquí. Otra fosa allá. Huesos en este punto. Ropa humana en otro. Parroquianos arriesgaron sus propias vidas y se adentraron varias veces en la sierra para buscarlo.

Lo que se sabe es que Ssenyondo murió en algún momento de la primavera muy cerca del poblado de Ocotlán. El testigo que ayudó a la localización de sus restos, uno de esos feligreses desinteresados, describió la zona en que falleció como un "campo de muerte" del que por las noches escapaban gritos de víctimas que eran llevadas a rastras. En total, 13 cuerpos fueron recuperados de la fosa en la que yacían sus huesos.

¿Qué llevó a su secuestro y asesinato? Autoridades eclesiásticas y habitantes chilapenses sostienen que Pa John murió como resultado de meses de roces con el grupo criminal de Los Rojos, que lo declararon persona non grata en Chilapa, en donde era uno de los últimos bastiones de autoridad no cooptados por el terror o la plata.

Se presume que fue esa organización criminal, encabezada por Zenén Nava, la que ordenó su asesinato porque el sacerdote ugandés era un obstáculo. Se había convertido en un ícono de rebeldía en un pueblo desmoralizado por el silencio del gobierno local ante meses de violencia y levantones.

Pero si tras su desaparición Chilapa pierde a su símbolo, queda un consuelo. Si en vida Ssenyondo no era un sacerdote común y corriente, en su muerte lo será menos. Sin saberlo, el sicario o sicarios que lo mataron le confirieron uno de los honores más elevados al alcance de la orden de los Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, a la que el ugandés perteneció hasta hace unos años, pero de la que nunca dejó de formar parte en realidad.

Es una de las órdenes más sacrificadas del catolicismo, a la que tocan las misiones de evangelización duras. Muchas veces, como en el caso de John, sin retorno.

Como soldados de choque, los combonianos van a donde la Iglesia católica no ha logrado crear aún una estructura sólida. Junto con el solideo de sacerdote llevan el sombrero de exploradores. Son Indiana Jones y Moisés a la vez. Brújula y Biblia en la mano, para estos aventureros la muerte es una posibilidad permanente y hasta bienvenida en defensa de su fe. Basta señalar el grito de batalla de la orden para darse una idea de su disposición a perder la vida: "¡África o muerte!".

La historia de sus martirios es larga. En el siglo XIX, su fundador, Daniel Comboni, murió cerca del río Nilo por una infección y desde entonces otros 27 misioneros han fallecido asesinados, ahogados, desaparecidos, ahorcados, en accidentes...

"Estamos destinados a socorrer a los más necesitados, a los más pobres. Vamos a donde hay más carencias, más injusticias. Como misioneros nos tenemos que enfrentar con aquello que causa precisamente esta violencia. Y estar dispuestos a entregar la vida", dice el misionero comboniano Fernando Cortés, pupilo de Ssenyondo en Morelos, en donde el ugandés dejó escuela.

A Ssenyondo Los Rojos lo quisieron borrar de la historia sin saber que le abrieron las puertas al recuerdo y, en cierta medida, al paraíso, si tomamos en cuenta que el fundador de la orden recién fue santificado en 2003 en reconocimiento a su sacrificio. A Pa John los sicarios le permitieron ingresar al panteón de mártires combonianos, un nutrido grupo de hombres y mujeres que asumen en la muerte un tamaño más grande del que tuvieron en vida.

II

De quienes conocieron a este sacerdote ugandés vienen ahora las reflexiones del valor y de los impredecibles efectos que podrá tener su muerte en el futuro. Basta preguntarse: si el fallecimiento de Comboni propició una ola de misioneros que se lanzaron a evangelizar África, ¿qué hará la de Ssenyondo?

Sus amigos dicen que todo es parte de un plan divino.

"Reconozco en este evento el plan de Dios para la salvación", dijo el cura Hategek'Imana, líder de la misión comboniana en Uganda y viejo compañero de Ssenyondo, de acuerdo con declaraciones publicadas por el National Catholic Register, un servicio de noticias católico de Estados Unidos. "¡Murió en la línea del deber!", se exclamó en una misa que se organizó la semana pasada en Masaka, a las orillas del lago Victoria, para recordarlo.

Janvier Sidjeu, padre camerunés que a finales de la semana pasada también ofició una misa en honor de Ssenyondo en la Ciudad de México, lo sintetizó así: "No odiamos a los que lo mataron. Por el contrario, les agradecemos. Damos las gracias a quienes lo asesinaron. John ya no está en este mundo sufriendo. Ahora está en el cielo. No entienden que la muerte no da miedo. A mí no. Morir me da gusto porque voy a ver a mi Dios".

Al saberse del descubrimiento de los restos en Ocotlán, Enrique Sánchez, líder máximo de los combonianos, envió una carta desde el Vaticano a la orden: "El sacrificio (de John) no quedará oculto a los ojos de Dios", dijo a misioneros que enfrentan la perspectiva de un fin similar en países de alta violencia como Uganda, Honduras, Colombia o Libia. Y México.

Vía telefónica desde Illinois, la vieja maestra de escuela de Ssenyondo en la Unión Católica de Chicago, Eleanor Doidge, añade: "cuando leí de su muerte, me conmoví. Pero no estuve sorprendida del todo".

—¿Por qué?

—Porque era un buen misionero con un compromiso con la justicia.

Cortés, su pupilo, no tiene empacho en admitir: "no me sorprende que se haya resistido (a los narcos)."

III

Esto es lo que se sabe: Ssenyondo, el pa negro, fue asesinado en Guerrero por ahí de abril o mayo. Lo que no había quedado claro es el porqué. Quienes lo conocen dicen que fue ejecutado porque no se dobló ni quebró. Retó al crimen e instó a los pobladores de Nejapa y Chilapa a organizar un grupo de autodefensa local que se levantara en armas. Eso es lo que cuentan quienes estuvieron en varias de sus misas más combativas.

"El padre nunca se dejó", dice Alberto M, un habitante de Chilapa, municipio estratégico desde el que se controla el acceso a la montaña de Guerrero y en el que narcos de todos los tipos se han estado matando durante años por el control de las rutas que llevan a las zonas de producción amapolera. "Siempre se rehusó a darles la limosna como pago de derecho de piso y una vez hasta rechazó bautizar al hijo de unnarco porque sus padrinos no estaban casados por la Iglesia", coincideAdrián S, el otro poblador local. Ambos, por seguridad, piden omitir sus nombres verdaderos.

A lo que apunta la anterior anécdota es que Ssenyondo no rompió las reglas ni ante la perspectiva de una represalia. Es una actitud que concuerda con la personalidad con la que le recuerdan sus pupilos en Morelos: estricto, disciplinado. Convencido de que los sacramentos son los sacramentos y existen para respetarse.

Por lo que se conoce, Ssenyondo parece de piedra, pero no lo fue. Son pocas cosas las que lograron quebrarlo a lo largo de su vida. África y la herencia de los años de violencia es una de ellas. En Uganda, cuenta Doidge, trabajó en la atención de niños huérfanos de la dictadura de Amin, infantes que a veces no sabían hablar y a los que les dedicó varios años. Cuando recordaba sus tiempos en un orfanato ugandés, el misionero rompía en llanto.

"John tenía una sonrisa hermosa y una risa profunda. Contrastaban con las lágrimas y ansiedad que expresaba cuando hablaba de sus experiencias trabajando con estos infantes", dice Doidge.

IV

Severo y rígido, como si una vara de ébano corriera por su espalda, el padre Ssenyondo se irguió
en el púlpito de la Iglesia del Señor San José, una pequeña parroquia construida en la cima de un cerro desde el que se domina el valle en el que yace Chilapa. Era el momento culminante de su sermón semanal. Corría un domingo de febrero de 2014, un año que en este pueblo al pie de la sierra de Guerrero probablemente será recordado como uno de los peores.

La feligresía estaba aterrada. Una semana antes, en el municipio de al lado, Eduardo Neri, se había desatado un enfrentamiento con saldo de cuatro muertos. Por si fuera poco, se reportaba a uno de los directores de la policía de Chilapa desaparecido y un poblador de la comunidad había sido secuestrado. Eran solo los últimos de varios incidentes violentos desatados desde meses antes. Por supuesto, las cosas se pondrían peor después. Habría muchos más muertos y en julio el pueblo un día despertaría en medio de una balacera que aun ahora es recordada como el jueves negro, pero en ese momento no había forma de saberlo.

Aquel domingo, el sacerdote ugandés, un hombre regordete y de cachetes pronunciados, escudriñó a la gente en el atrio de la iglesia. Había que guardar silencio cuando hablaba ante el riesgo de llevarse una reprimenda. Si de algo tenía fama el párroco era de duro. Aunque muy querido por sus parroquianos, era milimétricamente estricto, aun con sus amigos más cercanos.

Selló su suerte con un sermón que aún se recuerda.

—Si el gobierno no los protege de los criminales, tienen derecho a defenderse a sí mismos. ¡Organícense! ¡Preparen su policía de autodefensa! —recomendó a su fatigada feligresía.

Entre el público había varias víctimas de la violencia. Se trataba de personas con todo tipo de agravios. Había a los que se les desapareció a un familiar y los extorsionados. O a quienes les secuestraron a algún conocido. O quienes tenían que pagar derecho de piso. Otros, los afortunados, se habían llevado nada más amenazas e intimidaciones en las calles del pueblo, por donde a diario transitan intimidantes convoyes de camionetas negras. En Chilapa, con al menos tres años bajo la bota de Los Rojos y en la mira de Los Ardillos y los Guerreros Unidos, la baraja de injurias a las que se puede ser sometido es amplia.

Adrián S estuvo ese día en el que el padre Ssenyondo se le rebeló al crimen organizado. "Nos dijo que había la posibilidad de que si el pueblo lo quería y así lo demandaba, que nos podíamos proteger nosotros solos ya que las autoridades no podían", recuerda este chilapense. Su testimonio fue verificado con dos personas más que presenciaron
el sermón.

Lo que siguió después ya se sabe. Ssenyondo secuestrado en Santa Cruz, lanzado como una maleta vieja a la cajuela de una camioneta y su desaparición. Más tarde, las denuncias de la diócesis y una lentitud paquidérmica de las autoridades.

"¡Nunca hicieron nada! A nadie le importó John. Era un misionero africano y por eso nunca lo buscaron. Solo apareció porque estaban buscando a los 43 normalistas", lamenta el cura Janvier.

Han pasado poco más de cuatro semanas desde la identificación de los restos del misionero, hallados en una fosa clandestina en el poblado de Ocotlán tras varios meses de búsqueda. Hasta ahora, no han podido ser repatriados; yacen en una plancha del Servicio Médico Forense de Chilpancingo, a la espera de que la tramitología necesaria sea concluida. Uganda no tiene embajada en México ni personal para acelerar el regreso a Masaka del pa negro.

V

Precisamente porque Ssenyondo tenía que ser derecho chocó con Los Rojos. Cuando trataron de intimidarlo como al resto de Chilapa, se negó. Siguió la más clara tradición del catolicismo contestatario de Uganda, en donde se hizo sacerdote bajo la influencia de una rica historia espiritual y de sacrificio que incluye el relato de los mártires ugandeses, una veintena de católicos que en el siglo XIX fueron asesinados por el rey Mwanga II.

Al final, fue una cosa pequeña la que ayudó a dispersar el misterio de su muerte. La pila ósea en la que convirtieron a Ssenyondo fue identificada porque el sacerdote tenía una dentadura propensa a las caries. A mediados de noviembre pasado, en el Servicio Médico Forense de Chilpancingo su dentista ayudó a determinar su identidad.

Junto al cuerpo, la dentista del sacerdote se dio a la tarea de leer en voz alta las características de los dientes de una osamenta que había sido hallada en un hoyo en la campiña de Guerrero. La Iglesia católica sospechaba que pertenecía al sacerdote ugandés.

Conforme la dentista leía de sus archivos, un perito corroboraba los datos.

—Molar izquierdo, con amalgama —dijo ella.

—Sí —respondió el forense.

—Molar siguiente, también con amalgama.

—Sí.

—Endodoncia en incisivo.

—Sí.

La prueba final vino con una corona para la que ya se había preparado otra muela del sacerdote. La dentista sacó la pieza de una pequeña bolsa y se la entregó al forense, que la colocó sobre el molar en duda. Encajaba como un guante.

—¡Es él! —dijo el cura Víctor Manuel Aguilar. Rompió en llanto.

VI

En su página de Facebook, Ssenyondo subió un mensaje en los meses previos a su desaparición. Era de sus últimas vacaciones en África. No volvería con vida al continente en el que tantos de sus compañeros han fallecido como misioneros.

"Se puede cantar resucito, resucito, Aleluya", escribió a sus amigos. "Sí, he desaparecido por un rato, pero para bien. Salí por unos días a un país cercano, Ruanda". 

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