¿Medio siglo no es nada?

Despistado supino, cándido temerario o embustero de oficio, quien reinventa el pasado a voluntad equipara memoria y profecía. “Seguimos en las mismas”, deplora una vez más y es como si dijera “seguiremos”.

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Nada ha cambiado desde el ’68”, se lamenta más de un olvidadizo. Otros, más agobiados, se miran aún en tiempos del Porfiriato, y hay quienes se remontan a la Colonia para pintar la situación actual. Cierto es que casi nada puede contarse bien sin una pizca de exageración, pero de ahí a negar el paso de los años en favor de unas cuantas sentencias relumbrantes hay una brecha obvia hacia la fantasía.

Amén de perezosa y malandrina, la desmemoria peca de ocurrente. Solemos invocar a un pasado borroso o no vivido con el ingenio raudo de quien no tiene tiempo para entrar en detalles, de modo que tapamos las lagunas con las primeras piedras que encontramos, hasta que los fantasmas del pasado parecen tan flexibles como el futuro que aún imaginamos. Despistado supino, cándido temerario o embustero de oficio, quien reinventa el pasado a voluntad equipara memoria y profecía. “Seguimos en las mismas”, deplora una vez más y es como si dijera “seguiremos”.

Pero nadie soporta continuar en las mismas. En los años ochenta, por ejemplo, había quien bromeaba comparando la libertad de expresión en México y Estados Unidos. Cualquier gringo, decían, podía hablar pestes de la madre de su presidente frente a las puertas mismas de la Casa Blanca. Y en México también: todos los mexicanos tenían el derecho inalienable de pararse en el Zócalo y mentarle la madre al primer mandatario norteamericano.

¿Alguien recuerda el Maratón de Agualeguas? En tan turbios ayeres, el evento solía ser famoso por aquel impetuoso cuarentón que año tras año se llevaba el primer lugar de la carrera: Carlos Salinas de Gortari. Se le veía de nuevo con los brazos alzados, algo más orgulloso de su poder que de su forma física. ¿O es que alguno entre tantos atléticos vasallos habría cuando menos concebido la osadía de rebasar al Señor Licenciado? ¿Quién, que no fuera uno de sus escoltas, iba a aventarse el tiro de adelantársele?

Según el presidente José López Portillo, su gobierno no estaba dispuesto a pagar para que le pegaran. De ahí que recortara o cancelara sus inserciones publicitarias en los escasos medios que mostrábanse críticos con su gestión. ¿Hay alguien por ahí a quien le sobre al menos un par de horas para encerrarse en una hemeroteca y leer unos cuantos de los editoriales complacientes? Eran la mayoría, por supuesto. Algunos tan abyectos que leerlos hoy día provoca risotadas o franco repelús (como ocurre con el Manual de Carreño, fechado varias décadas atrás).

Ir aún más atrás —es decir, trasladarse a los tiempos tenebrosos de Echeverría y Díaz Ordaz— implica entrar en el frágil pellejo de aquellos mexicanos que se hacían pequeños delante del poder y opinaban, si acaso, entre cuchicheos, valiéndose de señas y dobles sentidos, igual que presidiarios o pelones de hospicio. El gobierno tenaz al que enfrentaron con no más que unas cuantas peticiones los estudiantes del ’68 no solía dialogar más que con sus lacayos y valedores, habituados a solventar sus privilegios a través de silencios aquiescentes y caravanas plenas de entusiasmo sintético.

Ser ciudadano, por aquellas épocas, no era muy diferente a ser niño. El proceso de Kafka, publicado cuarenta años atrás, parecía una historia no sólo verosímil, sino ya de vibrante actualidad. Vamos, José Revueltas estaba en la cárcel y otros menos ilustres amanecían cadáveres por motivos que nadie quería saber porque en el fondo todos los conocían. Si uno era confundido con ladrón —ya no digamos con opositor— podía dar por hechas golpizas y torturas consecuentes, y a ojos conservadores merecidas. ¿Quién, además, entre tanto miedoso inevitable, no iba a hacer gala de conservadurismo, así fuera nomás por sobrevivir libre de sospecha?

Cierto es que hoy, como entonces, menudean canallas y miserables ávidos de poder y ligeros de escrúpulos. La diferencia está en que hemos crecido. El poderoso aún puede pisarnos, pero no cuenta con nuestro silencio y ni siquiera ya con nuestro miedo. Sugerir que las cosas siguen igual que hace media centuria no es ya cargar en contra del autoritarismo, como agachar la testa y confesarse carne de opresión. ¿Estar hoy sojuzgados como escuincles igual que en el ’70, el ‘80 o siquiera el ’90? ¡Puta madre, sólo eso nos faltaba!

Es verdad que aún hoy proliferan los sueños autoritarios, tanto entre quienes tienen algún poder como entre los que dicen combatirlo. Fuimos al cabo criados por padrastros mandones y castigadores, pero igual aprendimos a desobedecerles. No tenemos, por tanto, a quién agradecer las libertades que hace unas pocas décadas eran inconcebibles: se las hemos arrebatado una por una a quienes antes las escamoteaban. Podemos opinar cuanto nos dé la gana y hasta decir sandeces, si es que se nos antoja, sin que venga un prefecto a corregirnos o condicionarnos.

Todo lo cual, por cierto, sonaría mejor si de pronto el lugar de los viejos mandones no fuera disputado por los nuevos sicarios, traficantes y secuestradores: gente que no negocia, ni escucha, ni quisiera otra cosa que convertirnos otra vez en niños y contar de antemano con nuestra sumisión. Pero es tarde para eso: ni que estuviéramos en el ’68.

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