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Cualquier nimiedad, insignificancia o pequeñez que pueda ser consumada por nuestras autoridades se vuelve, en estos tiempos marcados por el signo de la crítica malevolente y desmesurada, una ocasión para que los quejicas se refocilen en sus crecientes jeremiadas: el día que el presidente de la República presentó su informe en el Palacio Nacional resultó que a algún funcionario, llevado seguramente por su espíritu práctico, se le ocurrió que los autos de ciertos invitados —gente de relumbrón, qué le vamos a hacer— podían aparcar en la explanada del Zócalo.

Pues bien, a juzgar por las airadas reacciones del respetable y de sus emisarios en la prensa, se perpetró ahí una auténtica profanación de la patria, un sacrilegio inconmensurable y una morrocotuda blasfemia cívica.

Ah, y todo eso en un espacio que se utiliza —afeándolo, ahí sí, como no se hace casi en ninguna otra de las grandes ciudades del orbe (para mayores señas, ahí tienen ustedes la armoniosa pulcritud de la plaza del Kremlin, en Moscú, sin gradas ni carpas ni puestos ni nada, o la impoluta plaza de la Concordia en París)— para casi cualquier cosa —festivales, espectáculos, campamentos e inanes celebraciones— por no hablar de cuando los agitadores del momento se instalan, a su aire, en inmundos tenderetes durante meses enteros sin que la nación les demande cuentas.

Bueno, pues ahora el agravio es que en las festividades patrias los agentes de la policía revisaron al público asistente, incluyendo a niños, por estrictas razones de seguridad. Eso, que te lo hacen en todos los aeropuertos —y en las terminales de autobuses— no podía, justamente, ser eso y sanseacabó. No. Fue una abusivo “manoseo” de infantes y ya también nos desgarramos las vestiduras.

Por favooor… 

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