Cancún, ayer

Llegué a Cancún en 1978, yo era un adolescente de secundaria y la ciudad un niño al que los pantalones todavía le quedaban a la medida...

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Llegué a Cancún en 1978, yo era un adolescente de secundaria y la ciudad un niño al que los pantalones todavía le quedaban a la medida; hubo empatía desde antes de conocernos pues mi hermano el mayor había venido a estas lejanas tierras cuatro años atrás y en cada viaje a Oaxaca nos hablaba tanto de las playas y de la facilidad de construir un futuro promisorio, que un día decidimos por acuerdo de familia venir a acompañarlo “ por un tiempo razonable” y ese lapso cuenta ya más de treinta y cinco años.

Creo que mi historia personal del encuentro con Cancún es similar a la de muchos hombres y mujeres que en el pasado llegaron con la idea de pernoctar pero sin imaginar que con el tiempo la ciudad nos envolvería en una mística melodía susurrada a través del ritmo cadencioso de las sensuales olas caribeñas y entonces ¡atrapados!

El arraigo es una palabra que muchos no entienden pero sienten; es intemporal a pesar de que por definición lleva implícita la idea del transcurso del tiempo; involuntaria e inadvertida en la mayoría de las veces, como en el amor, que nadie busca pero que se da en el momento preciso sin proponérselo casi siempre.

Y así nos sucedió a quienes llegamos aquí hace algunos ayeres; vino la sana e inolvidable convivencia con los amigos de la escuela secundaria; las correrías con los condiscípulos del bachillerato; el primer enamoramiento, la primera desilusión, la primera oportunidad para trabajar en un hotel o en una institución de gobierno; la boda o simplemente el pacto de dos enamorados de hacer vida en común; los hijos y luego – quizá- ¡los nietos!

El arraigo, pues, llegó sin darnos cuenta y se convirtió de la noche a la mañana en las hondas raíces del árbol de zapote en el que instalamos nuestro nido al llegar aquí. La ciudad de origen, el lugar desde el cual partimos como lo hicieron nuestros antepasados aztecas hace siglos en busca de la profecía sagrada, se diluyó en la bruma de los recuerdos.  El sueño se materializó en Cancún y aquí decidimos quedarnos, sin darnos cuenta que con el tiempo, la decisión se rubricaría por voluntad propia, por aceptación implícita o por mandato de eso que ahora empezamos a entender como “arraigo a la tierra adoptiva”.

¿Quién habrá adoptado a quién? ¿Nosotros a Cancún o la ciudad a nosotros? Quizá la respuesta sea tan irrelevante como discernir el origen de la fecha exacta del cumpleaños de este lugar; qué importa si debe ser el de la fecha contemplada en un decreto presidencial o el del día en el que un grupo de trabajadores de la construcción jalaron la primera carretilla o encendieron el switch de un camión de volteo; lo verdaderamente importante es que la ciudad que nos ha dado cobijo durante tantos años ha llegado en este mes de abril a la madurez de edad y se yergue ante nosotros con todos los retos y oportunidades que ello implica. Estos días son propicios para ratificar nuestra adherencia y gratitud al árbol que nos sostiene: CANCÚN.

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