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A nadie le gusta perder, aunque suene generalizado, dudo mucho que haya alguien en el mundo que de repente diga o piense: “¡Wow!, hoy es un excelente día para perder”.

Claro está, siempre que la pérdida no traiga consigo alguna ganancia oculta que justifique el acto deliberado y extremo de aventarse como gorda en tobogán al fracaso, pero al existir ganancia tras la merma, entonces ya no hablamos de una pérdida, ¿o sí?

Debo confesar que crecí en una época en la que ganar era un objetivo importante, los padres de los niños de mi generación no estaban enterados de conceptos y aspectos que actualmente son, por mucho importantes, como la crianza saludable y respetuosa. Lo digo de manera sincera y con el corazón en la mano, soy madre de dos, y por convicción procuro ofrecer a mis hijos una educación y un crecimiento adecuado, que les permita ser, algún día, mejores adultos que su padre y yo.

Por ello, y congruente con las maneras y modos que los padres actuales hemos aprendido, les he inculcado que disfruten más el camino que el destino; haciéndoles sentir que lo importante no es superar a nadie más que a uno mismo; inspirando en ellos la filosofía de que no existen errores, sino simplemente lecciones de vida, por ello es importante saber perder.

La verdad es que existe una lucha constante entre la madre informada y comprensiva que pretendo ser, con el prototipo de adulto que mis padres, educados bajo la vieja guardia, formaron en mí. Es como un pleito secreto entre el debiste ser y el eres; una discusión interna, en la que, por un lado, está el arquetipo de adulto perfilado por las costumbres de décadas atrás, ese que sabe que el que llora, pierde; el que se queja, es débil; el que se rinde, no logra sus metas; y por el otro la sincera intención de una persona que sólo quiere hacer las cosas bien.

Debemos agradecer profundamente todos los principios y valores que nuestros progenitores fomentaron en nosotros, sin criticarlos, porque seguramente lo hicieron lo mejor posible, justo como en su momento era adecuado hacerlo; y esto no se trata de un concurso por averiguar qué generación se desempeña mejor, es simplemente algo así como renovarse o morir, los tiempos cambian, y se modifican las costumbres, los modos, las maneras y las necesidades.

Hoy pienso que, aunque no se siente gratificante perder, no es regla tener que ganar siempre; he descubierto que, en ocasiones, cuando se pierde se termina ganando; he aprendido que nuestro único compromiso es dar lo mejor, hacer lo mejor, y ser feliz.

Tal vez el resultado no sea siempre el esperado, en el camino se van quedando pedazos rotos de algunos planes, tropezamos con intentos fallidos, con hubieras que resultan crueles, con proyectos que terminan aplastando el alma; pero una cosa es segura, si lo sabemos asumir, enfrentar y aprovechar, cada uno de los percances inesperados que aparecen en esto que llamamos vida, termina siendo fundamental para convertirnos en mejores personas. A eso le llamo saber perder.

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