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Como tantas cosas, la pandemia ha revivido el debate de los salarios de los empleados públicos. El planteamiento general, a derecha, centro, izquierda, gobierno, oposición y abstinentes políticos, es que nunca deben ser altos.

Dado que los salarios se pagan con dinero que se nos quita a todos, la parte de esa confiscación que se entrega a quienes viven de los impuestos, ya que es inevitable, debe ser tan menor como sea posible.

Esta forma de razonar, sin embargo, deja de lado algunos aspectos muy importantes del problema.

Lo primero que hay que establecer es que el dinero que el gobierno eroga en salarios se entrega a cambio de un trabajo. Desde luego se pueden encontrar ejemplos de vividores que cobran sin trabajar, personas sin capacidad a las que un pariente les dio un puesto inútil, o usufructuarios del pago de favores políticos; pero en honor a un debate razonable hay que recordar que esas condiciones son ilícitas y forman parte del gordo expediente de la impunidad en México, que incluye muchas otras cosas fuera de lo laboral.

La evidencia del trabajo de los empleados públicos es hoy, como en otras ocasiones, abrumadora.

La línea de fuego de la lucha contra el Covid está formada, casi en exclusiva, por trabajadores de gobierno.

Nadie puede decir que estas personas estén cobrando un sueldo que no se merezcan, y sí muy por el contrario. En diversas circunstancias, a veces más y a veces menos dramáticas, es el trabajo real de los empleados públicos el que permite a este país funcionar, pura y llanamente.

Distintos ejércitos, de maestros, de petroleros, de policías, de electricistas y desde luego de soldados, por mencionar sólo los más grandes, realizan tareas fundamentales sobre las cuales descansa la vida diaria del país.

Esto no significa de ninguna manera que dentro del servicio público no haya actos de corrupción y delitos, como se denuncia ampliamente desde siempre, pero sí quiere decir que hay que distinguir entre éstos y los muy diversos servicios que sólo el Estado puede proporcionar y de hecho proporciona.

Los empleados que forman parte de estas tareas, por lo tanto, tendrán que cobrar precisamente por su trabajo, exactamente de la misma manera que lo hacen los que laboran para el sector privado.

No hay razón para pretender que los salarios de los empleados públicos sean menores que los otros. La población no les está regalando su dinero, les está pagando lo que corresponde por él, y con frecuencia, menos.

Esto se hace evidente cuando un trabajo se cobra mucho mejor en la iniciativa privada que en el gobierno. Las empresas, por su propia naturaleza, no pagan nada por encima de su precio de mercado. El gobierno por el contrario, e indebidamente, suele pagar por debajo de éste, en particular los trabajos más especializados.

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