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Es un oscuro afán de pertenencia, de eso se trata. Los jóvenes aspiracionistas ven, en los eventos locales, una horda de escritores consagrados en los que sueñan convertirse: no quieren verse como ellos (son viejos), quieren ser como ellos. No importa que no escriban, que no entreguen razones válidas para existir al público lector, sino a los políticos. Quieren, en verdad, ser como ellos. Sueñan con mantenerse firmes y entonces reproducen la peor de las ideas: pasar del grupo de amigos con intereses culturales, al grupo de amigos que se van confundiendo al interior de una estructura que, irremediablemente, esconde jerarquías. Siempre he pensado que en esos grupos está la razón detrás de los que desertan y no escriben nunca más. Nadie los culpa.

No todos los grupos de escritores son iguales, pero de manera inconsciente, en la interpretación juvenil, comparten defectos. A veces pienso que la literatura rompe más amistades de las que crea, porque los rasgos de ciertos escritores (de ciertas personas) no están hechos para la tribu. ¿Entonces por qué seguimos haciéndolo? Para estar menos solos, para forzar una convivencia que se pudre; también para demostrar que nosotros somos la excepción, que nosotros sí podemos ser tan amigos como escritores. Y nadie nos culpa.

Cuando fundé el Centro de Experimentación no quise formar un grupo, quise crear una plataforma de oportunidades laborales para quienes integraban el círculo. La razón fue siempre crear atajos, y así fue. Gran parte de quienes integraron el grupo están dispersos en diferentes campos, más o menos lejos de la literatura y los intereses de origen. El objetivo se cumplió y se detuvieron las expectativas. Todo fue ganancia. Ya no hay nada después de eso, y el grupo que nunca quisimos formar es al día de hoy un algo que se disuelve. Nadie cree en la siguiente frase, pero es tan real como las manchas en las paredes de la cocina: no fuimos nunca un grupo cerrado, hasta que el medio cultural estatal nos llamó así. Reaccionarios y estúpidos, dijimos: no somos ni queremos ser eso, pero si están buscando más de lo mismo, lo tendrán. Nadie debe culparnos, sólo nosotros mismos.

Hay pequeños grupos alrededor de revistas, editoriales, talleres, tertulias, y nada hay de negativo en ello. Como no puede ser de otra manera, actuamos en manada, con el instinto de conspirar para un bien común: el de la cultura. Habrá fracturas, lesiones en la médula del grupo cuando, pasado el tiempo, se descubra que no todos son capaces de lo mismo, que la amistad o el compañerismo siempre fueron un bien mal otorgado. También puede ocurrir, más alegremente, una división amistosa de caminos, pero sólo algunas, pocas, muy pocas veces. Ninguna culpa.

En nuestro caso, se quedaron atrás ciertos amigos, ciertas carreras, y el Centro de Experimentación volvió a ser lo que siempre debió ser: un espacio para todos los escritores que desean afinar sus obras, una plataforma de talleres para todo público. Ya no se trata, pues, de una cofradía donde las certidumbres son para los elegidos que miran por encima del hombro lo que no comparten. Quedó atrás. Ya no me culpo.

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